El confinamiento empieza a hacer
mella en mí y se le suma también una especie de síndrome de Estocolmo hacia las
circunstancias.
Me empieza a dar miedo lo bien
que estoy, la paz que vivo este casi mes, reconfortada entre estas paredes tan
familiares y de las que nunca disfruté tanto en silencio, sin prisas. Me gusta
sentirme protegida y amada, protectora y amante. El olor a hogar invade cada
rincón de esta casa y las horas más dulces las vivo entre fogones devolviéndole
tantos días sin mí en los últimos años. Unos días de recogimiento, oraciones
de una fe más viva y necesaria que nunca para entender la fragilidad del
ser humano, armadura de un alma que también hay que cuidar.
Me estoy acostumbrando a esto y
espero sobrevivir a la liberación prometida.
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Mil besos.