Esta tarde, después de comer,
hemos salido a caminar. Los días son espléndidos y casi parece primavera aunque
al anochecer las temperaturas caigan casi 20 grados. Tiene que andar y no le
gusta hacerlo sola. Yo llego del trabajo sólo con ganas de tirarme en el sofá o
la cama y no sé de dónde saco las fuerzas y el ánimo. Nunca somos conscientes
de lo que somos capaces de hacer o aguantar. Nuestro potencial es ilimitable.
Las dos vamos a distintos ritmos; yo llego, me vuelvo, regreso, la alcanzo y
otra vez la pierdo de vista en el camino aunque sé exactamente donde está.
Ya no hay ruido en la casa que no
escuche. Contengo la respiración y puedo adivinar si tiene los ojos abiertos o
cerrados en todo momento. Sus manos siguen siendo las más bonitas del mundo,
unas manos generosas que cientos de veces tocaron mi frente preocupadas por la
fiebre y que me va poniendo trocitos de pan junto a mi plato mientras comemos.
Ayer madrugó y aunque es algo que no le gusta, lo hizo para desayunar conmigo y al acercarse
a mí me dio un beso. Creo que muchas veces se quedó con ganas de dármelo porque
yo soy así de fría y distante y ayer no pude evitarlo. Me dolió porque no quiero
echarlos de menos. Me desarmó y yo, que soy de lágrima fácil, huí a la cocina a
prepararle el café y sus pastillas.
Sé que se me está escapando, que
la pierdo poco a poco y ella es consciente también. A veces se enfada con mis
incompetencias y se pregunta en voz alta qué será de mí. No sé el tiempo que
tenemos pero lo que más miedo me da es que un día ya no sepa quién soy yo,
porque estaré en desventaja: yo siempre sabré quién es ella.
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