Acabo de leer en un periódico, que
ni siquiera un 1% de las personas vuelven satisfechas tras las vacaciones. Y es
que toda la vida se nos ha estado engañando, haciéndonos creer que ahí fuera,
siempre lejana, la felicidad nos espera. Como si existiera.
No podría describir el momento exacto en el
que entendí de su inexistencia porque era algo complicado de descartar pues, la infelicidad sí que es real y tangible.
La infelicidad es tan decisoria, que marca el instinto de supervivencia
en el ser humano. Ella nos ha empujado a salir de la zona de confort que cercaba un mundo meramente animal. A
nadie le quita la sed, la certeza de no poder conseguir agua. Y casi toda la vida soñamos con esa
felicidad equiparable a ese príncipe azul,
sin entender que solo son sueños de niña.
Antes de los dieciocho tuve una
etapa de complaciente infelicidad que alimentaba con lecturas tristes, de
tristes poetas franceses, que me abocaron a una especie de rebeldía nihilista
convirtiendo cada despertar en una ruleta rusa que se me presentaba como irresistible y única salida. Poco después de
los veinte, tuve un momento de madura debilidad. Me ha costado muchos, muchos
años aprender a convivir con la infelicidad, adquiriendo una destreza emocional
para apartarla cada vez que se me presenta. Aprendí a ser fuerte dejando de ser
dura. Entendí que soy yo quien decide cómo deben de afectarme las cosas. Comprendí
la insignificancia de mi ser ante la grandeza de quien me creó. Emprendí un
camino sin mochila que me ayudara a alejarme del dolor y la infelicidad que
intrínsecamente nació conmigo.
Creo que la razón
de vivir no es conseguir ni atesorar. El
verdadero reto es desprenderse de toda carga innecesaria y dañina para nuestra
alma, así como evitar, expectativas banales de supervivencia. Y mucho me parece
ese 1 % de satisfechos.
Comentarios
Mil besos
Lo he pasado bien. Y aspiro a pasarlo mejor.
Una frase de tu escrito me parece sabiduría pura: Aprendí a ser fuerte dejando de ser dura. Un aprendizaje al que solo llegan minorías.