Llevo un par de días flotando,
intentando nadar, a veces, para llegar a alguna orilla donde tumbarme y dejar
que el sol calcine mis cicatrices. La melancolía me llega esta vez al cuello,
yo que antaño disfrutaba con ella jugueteando entre mis rodillas… Ridículo echar de menos el
sin vivir de un amor a distancia que no
he aprendido a comprender por mucho que se empeñe en repetir. Sólo parece
funcionar en distancias cortas y por eso nos hemos empeñado en dejar tierra de por medio y que no avance, para dejar hueco a un sueño del que no termina
de despertarse. No hay dolor porque a cierta edad nuestra piel está tan
encallecida que ni un puñal sería capaz de atravesarla. Pero sentimos, desgraciadamente
sentimos, y esos sentimientos incomodan nuestro ser como si pasáramos el tiempo
perdiendo oportunidades una detrás de otra esperando que alguien que soñamos
desde chica aparezca de una vez en nuestra vida y nos suba al cielo. Y otra
oportunidad perdida.
Quizás el error es imaginar cómo
tiene que ser. Deberíamos resetear nuestra memoria emocional, nuestros deseos
absurdos e innecesarios (¿quién aguantaría al previsible mirlo blanco?),
desnudar nuestra alma y entregarnos al azar de perdernos sin brújula en el
universo. Y que sea lo que Dios quiera. Parece tan sencillo que por ello
precisamente lo obviamos. No podemos proyectar en un espejismo lo que no somos
capaces de ser nosotros mismos pues la carencia de humildad nos debilita
ahogando irremediablemente la esperanza.
Estoy cansada pero por fin
descansando con mi añorada cruz a cuestas porque, es más heroico cargarla, que
morir en ella. Creo que echo de menos algunas partes de mi rutina tan denostada
meses atrás como mis paseos por el río o las películas tristes en mi cine.
Quizás mañana me de el capricho. Afortunadamente septiembre siempre me mima y
cura mi alma vilipendiada por el innecesario verano. Ya falta nada para
perdernos los dos solos mirando al mar.
Comentarios