Estoy triste. Quizás más triste
que si me hubiera pasado a mí porque sé que yo estaría callada y sin ganas de
hablar. Pero yo tengo que decir algo porque alguien a quien quiero un montón
pasa un mal momento. Me duele todo el cuerpo como si me hubieran apaleado.
Definitivamente no somos dueños ni de nuestras propias vidas. Ni te preguntan
si quieres partir. ¿Y si se ha ido sin decir algo importante? A mí me gustaría despedirme porque sé que tendría
muchas cosas que decir a las personas que me importan y no me gustaría quedármelas dentro.
Hace unos días dije que mi
siguiente post sería sobre las palabras. Las que se dicen, las que faltan y las
que sobran. Creo firmemente que no se debe de decir todo lo que se piensa, y
menos si no te preguntan o no va a
servir para algo medianamente bueno. Cualquier personaje se cree con derecho a decir
públicamente palabras ofensivas o hirientes amparándose en su libertad de expresión. Leer cómo se lanzan twiters
como puñales, sin motivo, con la única intención de dañar y encima, con faltas de ortografía , retrata
el tipo de sociedad que hemos creado en la que cualquiera puede juzgar y
condenar. Como si eso fuera tan fácil, aunque también es cierto que ahora se ha
puesto de moda gobernar a fuerza de dicho twiter como Trump que tuvo que faltar
a todas las clases de diplomacia y oratoria en sus tiempos de estudiante.
Espero que nunca me falten dos
palabras: lo siento. Creo que estas dos arreglan todo sin tener que dar
explicaciones cuando se ha metido la pata. Hay que practicar de todas maneras
el diálogo; siempre se nos vienen las palabras cuando ya es tarde y nos las
quedamos dentro hasta que se pudren atascando la comunicación. Soy de mucho
hablar y de silencios también. Mis silencios son la tregua y la pausa que abren
el camino a la otra persona y que no siempre aprovecha el resquicio que le
muestro. No calles, dímelo.
Y ahora ya, me sobran todas,
cuando lo único que quiero es llorar y abrazar.
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