Siempre me las había mordido pero
con los últimos ajustes dentales ya no me atrevía. Me sentó a su izquierda
cuando aún permanecíamos desnudas sobre el lecho aún cálido y húmedo, tomando
mi mano con la delicadeza de un cirujano enamorado y empezó a cortar las uñas
de mis dedos con una urgencia desconocida de su afable carácter. Estaba tan
agotada que reposé mi cabeza sobre su hombro intentando no perturbar su
decisión. Me habría quedado en esa postura toda la vida: mi amante, mi buscada
amante, mi anhelo por fín estaba ahí, rozándome, aguantando mi aliento en su
desnudo cuello estirado, ofreciéndose con una
generosidad impropia de una realidad, al fin conocida, que siempre imaginé
inimaginable.
Casi no habíamos hablado las
últimas horas allí enredadas, el silencio lo aclaraba todo. No dejamos de
mirarnos, aún con los ojos cerrados, desde que nos recluímos en su casa
intentando recrear lo soñado los últimos días tras el teléfono. La casualidad
es un hada traviesa que juega con los corazones desesperanzados de quienes ya
hemos renunciado al amor. Y está ahí, tan cerca, tan real que olvidé el dolor.
Mis dedos inofensivos vuelven a recorrer de nuevo una piel ávida de caricias
sinceras y sin condiciones, una piel curtida pero suave, porque sabe de esperas
y perdón.
Me siento como esa llama que huye
inútilmente del fuego que provocó. Viva.
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